Bob Dylan

UN HOGAR DE TRENES Y CAMPANAS

 Foto: Daniel Kramer

Foto: Daniel Kramer

Ni Blowing In The Wind ni Like a Rolling Stone ni Knockin´On Heavens Door: Bob Dylan, quien en mayo cumple 79 años, nunca había tenido una canción número 1 en la lista Billboard (cantada por él) hasta la semana pasada, cuando su nuevo sencillo, Murder Most Foul, lo logró.

Lo inexplicable de la noticia es que se trata de una obra que dura 17 minutos, tiene 170 versos, 1412 palabras, y narra de manera críptica y siniestra la caída de la cultura occidental a través de una melodía que nunca cambia.

A manera de celebración, ofrecemos esta crónica que reconstruye la vida de Bob Dylan justo antes de escribir su primera canción, en 1962, año en que comenzó una brillante e incansable carrera que le valió ser reconocido, ¡siendo músico!, con el Premio Nobel de Literatura.

Por: Hugo Roca Joglar 

Las nubes flotan bajo los árboles, a la altura de los semáforos, y la ciudad se apropia de la niebla con los colores de sus luces: niebla naranja, niebla verde, niebla roja… y a través de sus traslúcidos cuerpos en movimiento, como pintadas en acuarela por un abatido impresionista urbano, surge Nueva York con todas sus formas: los trenes y las casas; los barcos y el agua; los rascacielos, los puentes y la isla; la estatua y las vías; los cables, las cabinas de teléfonos y los aún anónimos cadáveres de quienes han muerto congelados durante la noche.

Esta nueva mañana será gélida y salvaje. Basta con ver la luna azul pálido con forma de garfio.

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“Algún día le escribiré una canción a Joe Hill”, piensa Bob Dylan en 1962 rodeado de pistolas. Le gusta NY de noche. Verla cubierta por niebla lo inspira. Las imágenes le llegan borrosas y distantes, y en esa amorfa lejanía su imaginación abre la posibilidad de establecer relaciones inéditas con objetos que dentro de él nunca antes habían sido relevantes. Las mismas cosas ―las cosas hasta el cansancio observadas y repetidas― ya no son las mismas cosas: surgen palpitantes de nuevas realidades.

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…Está, por ejemplo, ese robusto francesito de la casa de enfrente que Bob Dylan ha visto salir tantos sábados de madrugada para matar a los dos pollos de la cena; lo hace a la manera normanda: rompiéndoles el cráneo con martillo y clavo, como si estuviera clavando un cuadro. Y esa escena que se ha vuelto parte de la cotidianidad de sus fines de semana, a la que no había dado mayor importancia ―en donde si acaso había percibido un arcaísmo pintoresco― ahora Bob Dylan la recibe cargada de señales funestas. Ese hombre podría romperles el cuello a los pollos y evitarles sufrimiento, pero prolonga la tortura; le gusta tener control sobre el dolor y la muerta. Es una necesidad que lo rebasa, que recibe del pasado por medio de la sangre. Y Bob Dylan percibe en ese robusto francesito la existencia de un verdugo medieval, de una muy antigua alma brutal atrapada en una ciudad moderna. E imagina a su mujer reprimiéndolo: “¡mata de una vez a ese pollo!” y al robusto francesito ―con la erótica fantasía en las entrañas de poseer a una alsaciana del siglo XIV con corpiño de seda y cintas de terciopelo rojo amarrando su cabello― respondiendo rabioso y seco: “¡Cuánto más sufra, sabe mejor la carne!”…

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Las mismas cosas ya no son las mismas cosas: de pronto surgen palpitantes de nuevas realidades; una transformación sensual, repentina, que sucede en los nervios, como si fuera magia.

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“Está esa canción honesta que Pete Seeger le escribió a Joe Hill”, piensa Bob Dylan, “pero no es suficiente”. Bob Dylan sueña con escribir canciones que revolucionen las intimidades de manera mística e incomprensible, como la niebla. Así es el folk con el que sueña: hipnótico e invisible. “Tengo que escribir una canción que le haga justicia a Joe Hill”.

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El invierno, contra todo pronóstico, se ha vuelto especialmente violento en febrero. Se supone que es el tiempo de su ocaso, pero cerca del final se ha vuelto más terrible que nunca.

A Bob Dylan le encantan ese tipo de pensamientos trágicos.

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Bob Dylan fue un niño que creció ―en Duluth, un pueblo de Minnesota que da al mar― escuchando historias de terror en la radio. El tipo de programas que, en su afán por acentuar los pasajes relevantes de la historia mediante la grabación de ruidos, permitieron (sin saberlo) el desarrollo de la electroacústica ― revolución musical en donde el sonido se convierte en materia―.

En “Suspense”, por ejemplo, el chillido de las puertas era espantoso; a los siete años el estómago se le revolvía a Bob Dylan con ese sonido.

“¿Cómo haces el efecto de los huesos rotos?”, le preguntó a un amigo de su abuela que musicalizaba un programa local. “Fácil: lleno de Salvavidas mi boca y me grabo triturando con los dientes los caramelos”.

Su abuela era morena y tenía una sola pierna. Confiaba en ella más que en su propia madre. La visitaba algunas tardes. Juntos veían los cargueros desembarcar acero en el muelle y bebían chocolate.

Los trenes y las campanas eran sonidos que lo hacían sentir en casa. El del tren ―lejano, continuo, mecánico― era el murmullo de su propia consciencia: escucharlo tres o cinco veces al día le daba la sensación de seguir siendo él mismo, de seguir estando ahí. El de la campana ―súbito, metálico, reverberante― le daba sentido de pertenencia, de ser parte de un pueblo: indicaba que estaba a punto de celebrarse una boda o que alguien muy importante había muerto.

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Ahora en NY, a los 20 años, Bob Dylan se aferra con furor a esos sonidos. Los busca, y, por un instante, cuando los encuentra, a pesar de no tener techo o cama propia, la calidez de un hogar de trenes y campanas le tranquiliza los nervios y cada uno de sus pensamientos.

 Ilustración de Jorge Flores Manjarrez

Ilustración de Jorge Flores Manjarrez

Bob Dylan duerme desde hace siete meses en un sillón de la casa que su amigo Ray Gooch comparte con su ¿esposa, amante, prometida, novia, prima, hermana, compañera? Chloe Kiel. Un departamento que huele a gin, a flores y a madera con seis cuartos, muy cerca de Hudson, al lado de un bar ―el Bull´s Head― en el que hace dos meses Bob Dylan vio ―podría jugarlo― al fantasma de John Wilkws Booth ―el actor que asesinó a Lincoln― en uno de los espejos.

Ray es sureño. Recita fragmentos de Don Juan de Byron. Fuma opio de una pipa de bambú con cuenco de hongo y va al baño con un libro de Faulkner bajo el brazo. “Lo que Faulkner hace: poner sentimientos profundos en palabras…”, le suele decir Ray a Bob Dylan, “es mucho más difícil que escribir algo como El capital”.

Bob Dylan no ha querido ocupar alguno de los cuatro cuartos vacíos. Hacerlo lo comprometería a compartir la casa, a ser roomie. Dormir en el sillón ―y siempre duerme vestido, con sus jeans y sus botas de montar, al lado de la chimenea permanente prendida― le da a la situación el aspecto de algo temporal; de un favor, no de un contrato.

A Bob Dylan le gusta ver a Ray; sus movimientos lo intrigan: demasiado rápidos, demasiado precisos, demasiado claros, como de felino. A cada movimiento, su cabello ondulado revolotea románticamente, a la manera de los evangelistas o de los primeros roqueros. De no ser tan huraño, Ray podría ser el líder de un culto. Aunque lo más impresionante es su pragmatismo: tan gélido que a veces parece que no tiene alma ni corazón. Es un hombre que tiene sangre en los ojos y colecciona pistolas en uno de sus cuartos; incluso duerme con una pistola bajo la almohada.

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“Hay dos maneras en que le podría escribir una canción a Joe Hill”, piensa Bob Dylan en el cuarto en el que Ray colecciona pistolas. La ventana del cuarto da al callejón en donde el robusto francesito ha terminado de atravesar con un clavo el cráneo de los dos pollos. Líneas de sangre escurren sobre la nieve. Bob Dylan ve las pistolas. Las más pequeñas son hermosas, delicadas, suaves y plateadas; una mujer podría llevar una de esas atada al mulso y luciría como artículo de joyería. “Tiene que ser una balada o tiene que ser un réquiem”.

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En NY, extrañamente, Bob Dylan se ha sentido, por primera vez en su vida, lejos de la violencia. En su escuela de Duluth ―hacia 1951― sonaba a mitad de la clase una alarma y los niños debían esconderse bajo las bancas. Las maestras gritaban que no hicieran ruido, que los rusos podían estar a punto de bombardearlos (como si estar callados bajo un pupitre pudiera desarmar una bomba).

“¿Por qué los rusos querrían bombardearnos?, ¿por qué están tan enojados con nosotros?”, le preguntaba Bob Dylan a sus cinco tíos ―Paul, Maurice, Jack, Louis y Vernon― que habían regresado vivos de la Segunda Guerra Mundial. Ninguno quería hablar. Regresaron de los combates ―de Francia, de Italia, de Bélgica, de Filipinas, del Norte de África― con toda suerte de objetos raros (jeringas, volantes de tanques, navajas y unos lentes de piloto cubiertos de polvo), pero sobre las razones de la guerra y el porqué de los enemigos, jamás dijeron palabra.

Las maestras decían que los rusos querían matar a los estadounidenses porque sí, porque así era el mundo y así era la vida, y ese miedo irreal se iba filtrando en las ideas de los alumnos poco a poco hasta que sus corazones aprendían exitosamente la lección del odio.

En NY era diferente. Había rojos, comunistas, liberales y fascistas. Todos podían convivir ―en la mesa de un bar, con martinis de por medio― y hablar sobre Voltaire, Rousseau, John Locke, Montesquieu y Martin Luther, sobre Hitler, Churchill, Mussolini, Stalin, Franco, Salazar y Roosevelt.

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“El folk puede ir atrás, adelante o dar vueltas en círculos; tiene la capacidad de trascender a la cultura inmediata…”, piensa Bob Dylan mientras sale del cuarto de las pistolas, “es un misterio lo que hace que una canción folk valga la pena… tiene que ver tal vez con la justicia, la honestidad y la apertura, y también con la bravura en un sentido abstracto”.

Bob Dylan aún no encuentra cómo escribir sus propias canciones. Las tardes de los martes, jueves y domingos interpreta canciones ajenas en el Gaslight. Canciones sobre mamás que ahogan a sus bebés, coches que se quedan sin gasolina en medio de la nada, barcos que se hunden, incendios en hospitales y cadáveres con piedras atadas a los tobillos que yacen en el fondo de los ríos. Canciones que canta en estilo errático, áspero, duro, desesperado y asfixiante, en donde nada es fácil, amistoso ni ligero; canciones que crean conflictos, que provocan problemas, que incentivan turbulencias y que aspiran a promover en las intimidades estados alterados de la consciencia.

Bob Dylan es el telonero; le dan sets de 20 minutos. Y a veces el telonero del telonero.

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En la radio, la voz de Roy Orbison es un sonido absoluto, que trasciende al folk y al rock; suena a músicas que no han sido aún inventadas. En un verso es sucio y malvado; luego onírico y tierno, y después, con un falsete, quiebra cualquier esquema. Con él no sabes si estás escuchando un mariachi o una ópera; su voz avanza de escalas mayores a menores sin la menor lógica, tejiendo canciones dentro de canciones sin salir de una misma canción desconcertante y perfecta.

El folk de la radio es limitado; básicamente se reduce a The Kingstone Trio. Algunas de sus canciones son buenas ―Getaway John o “emember the Alamo―, aunque resultan demasiado pulidas, de un sonido ñoño y colegial. Lo demás ―salvo, quizá, Jodie Reynos, George Jones, Jim Reeves y Eddy Arnold― es flojo y aburrido, música hecha para ser escuchada sin la intervención del cerebro.

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Bob Dylan dio sus primeros conciertos neoyorquinos ―hace más de un año, a principios de 1961― en el Wha?, de Greenwich Village. Un café sin alcohol y mal iluminado; de techo bajo, lámparas de queroseno, polvo y mesas de madera roída. Durante el día se presentaban mimos, magos, ventrílocuos y payasos. Los músicos salían de noche. Las personas que ahí se reunían eran personajes tristes.

Billy “The Butcher” se vestía de cura ―el abrigo le quedaba chico―, botas rojas y campanitas en las manos. Lo dejaban salir al escenario únicamente cuando el lugar estaba vacío; cantaba siempre la misma canción ―High-Heel Sneakers―, que presentaba: “esto va para todas las nenas”. Norbert, el cocinero, hablaba sin inhibiciones sobre su homosexualidad y el único sueño que tenía en la vida era ahorrar suficiente dinero para viajar a Verona y ver la tumba de Romeo y Julieta.

Bob Dylan dejó el Wha? para tocar en el Gaslight ―116 de la calle MacDougal―, el club de folk más prestigioso de Greenwich: un lugar feo ―paredes desnudas y tuberías expuestas― que siempre está lleno (250 espectadores cuando caben 40). Gente en las escaleras, arriba de la barra y bajo las mesas. Un ambiente sofocante. La tensión cruza el aire. El público no acepta trucos ni efectos: Si tienes algo que decir, canta; te escuchamos. Si no, te sacaremos del escenario con ceniceros y jitomates, como a un mal comediante.

 Gaslight Club (1960)

Gaslight Club (1960)

Los músicos esperan su turno jugando cartas en un cuartito atrás del escenario. Apuestan medio dólar. Dave van Ronk, Luke Faust y Len Chandler son los habituales. “Tu problema es que te desesperas; debes aprender a blofear”, le suele decir Len a Bob Dylan, “incluso, para blofear bien, a veces debes dejarte atrapar para después, en una mano ganadora, podernos engañar”.

Hablar sobre folk con Len es algo que a Bob Dylan le gusta mucho.

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El cuarto de casa de Ray en el que Bob Dylan pasa más tiempo es la biblioteca. Leyendo se ha convencido de que el alma humana es contraria a la aceptación de una entidad superior.

Están las cartas tan violentas que Publius Cornelius Tacitus le escribió a Marcus Junius Brutus, y las narraciones de Thucydides en donde alerta a la humanidad sobre cómo las personas nunca podrán ser confiables porque de un segundo a otro son capaces de transformar sus más arraigadas convicciones y traicionar cualquier promesa que hayan hecho.

Los estantes de la biblioteca son caóticos: Tentación de San Antonio al lado de El contrato social de Rosseau; Metamorfosis, el relato de horror de Ovidio, junto a la autobiografía de Davy Crockett, el soldado-político de la primera mitad del siglo XIX estadounidense.

Lo que hace Bob Dylan es tomar un libro al azar, abrirlo por la mitad y leer tres párrafos ―ni uno más, ni uno menos: siempre tres párrafos―; si le gustaba, lo lee desde el principio; si no le gusta, lo abandona.

Lee a Maupassant, Dickens y Víctor Hugo. Pero las historias de no ficción lo estremecen más que la fantasía. No puede quitarse de la cabeza lo que hizo Alejandro Magno cuando conquistó Persia: casar a todos sus soldados con las mujeres locales para evitar posteriores revueltas.

A Bob Dylan le falta tiempo para los libros grandes; se dedica a aprenderse poemas de Byron, Longfellow, Shelley y Poe; luego se divierte revolviendo en su cabeza los versos de unos y otros durante sus trayectos en el metro.

El folk lo encuentra en el poema “On the Late Massacre in Piedmont” de Milton, sobre el genocidio que ordenó el Conde de Savoy en Italia. “Son versos de protesta…”, piensa Bob Dylan, “como una canción de Hank WIlliams, aunque mucho más elegante”.

A Bob Dylan le impresiona el hombre que Tolstoi fue: a los 82 años le pidió por escrito a su familia ―esposa e hijos― que por favor lo dejaran en paz; se escapó, caminó solo por la nieve y murió de neumonía.

Balzac es su favorito; un escritor con capa de monje. Se le incendia la ropa y pregunta: “¿será buena señal este fuego?”; “qué significa esto?”, cuestiona cuando se le cae una muela.

Balzac llena la vida de Bob Dylan de una mística supersticiosa. Cada acción, incluso la más nimia, debe ser objeto de un análisis exhaustivo. Ahí está encerrado el verdadero conocimiento. Eso es sabiduría.

Cuando lee a Balzac, Bob Dylan sale de la biblioteca de Ray con una sonrisa.

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Bob Dylan va a la cocina. Pequeña y llena de plantas. Parece una selva. Chloe está ahí, junto a la estufa, esperando el café. Ella lo inquieta. Una inquietud sin erotismo, plenamente abstracta. Es una mujer que fuma demasiada marihuana. Uñas pintadas de negro y kimono; ojos avellana y mirada primitiva, de gitana. A veces le repite de maneras maternales las cosas que le escucha a Malcolm X en la radio (“no comas cerdo Bobby, porque los cerdos son un tercio ratas, un tercio perros y un tercio gatos, entonces su carne es muy sucia y nos hace mal comerla”) y a veces le habla sobre ideas propias tan raras que lo dejan sin palabras (“nunca tendré hijos, Bobby; el nacimiento, el parir, es la más innoble invasión a la privacidad”). Pero ahora Chloe está tranquila y sonriente. Le sirve café en un termo y se lo tiende. “Llévalo contigo a la hemeroteca y cómprame algo lindo cuando seas muy famoso.”.

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La historia de Joe Hill obsesiona a Bob Dylan: un inmigrante sueco anticapitalista que organizó a los sindicatos en Estados Unidos ―a finales del siglo XIX y principios del XX― y se convirtió en una figura mesiánica. Era mecánico, músico (escribió la canción Pie en the Sky) y poeta.

Lo arrestaron una noche de 1915 en Utah ―junto con cuatro hombres más― como sospechoso de haber asesinado esa tarde al dueño de una tienda y a su hijo.  Los otros sospechosos dieron una cuartada y salieron. Joe Hill gritó: “¡pruébenlo!”, y no dijo más… pues había estado con una mujer a la que no quería comprometer.

Joe Hill peleó por los derechos de los trabajadores pobres. Les consiguió aguinaldos, descansos y subvenciones. Los políticos y empresarios lo consideraban un criminal y buscaron durante años el pretexto para poder colgarlo. Sin pruebas en su contra, condenaron a muerte a Joe Hill.

Miles y miles marcharon ―en Cleveland, Brooklyn, Indianapolis, St.Louis y Detroit― para exigir su liberación; incluso el presidente Woodrow Wilson le pidió al gobernador de Utah que revisara el caso. No hubo manera: Fusilaron a Joe Hill; tenía 35 años.  “Dispersen mis cenizas en cualquier lugar que no sea Utah”, fueron sus últimas palabras.

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“Una posibilidad para la canción que le escribiré a Joe Hill es darle voz desde la muerte, a la manera de Long Black Veil (la balada country de Danny DIll y Marijohn Wilkin)”, piensa Bob Dylan, “la otra sería establecer la frase Dispersen mis cenizas en cualquier lugar que no sea Utah y reconstruir la historia de su vida con versos en torno a sus últimas palabras”.

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A Bob Dylan le interesan los procedimientos de Len para escribir canciones: extraer del periódico alguna nota ―una monja que ha contraído nupcias o un grupo de estudiantes que asaltaron una gasolinera― y llevarla con música a dimensiones más grandes que la vida misma. Y en esa transformación, la verdad es lo menos importante.

Debes saber seleccionar al personaje. Eso es lo más importante. ¿Al Capone o Pretty Boy Floyd? El primero dominó todo un reino de los submundos, pero era un hombre soso, guango, que inspiraba sequedad y estatismo. El segundo robaba bancos y lo mató la policía; siempre fue un miserable, pero pensar en él es algo vívido, en movimiento; desata aventura, interés y sangre.

El folk tiene el poder de convertir a un ladrón en héroe, de ir más allá de la realidad aparente, de construir desde la narrativa cotidiana, desde los pobres diablos que la habitan, un universo regido por el caos o por la belleza, en donde las formas humanas son glorificada o abandonadas en un vacío carente de cualquier significado.

Encontrar la historia indicada es asunto delicado y complejo. A Len, por ejemplo, una asociación en contra de la pena de muerte le acaba de pedir ―muy bien pagada― una canción sobre Caryl Chessman, un violador y asesino serial californiano que conducía por carreteras de noche; cuando veía jóvenes mujeres, ponía una sirena roja en el techo de su coche y las paraba ―como si fuera un policía―, las amarraba y llevaba al bosque; ahí las violaba y con un cuchillo las cortaba en pedazos. Lo condenaron a morir en la cámara de gas. Norman Mailer, Ray Bradbury, Aldous Huxley, Robert Frost, y hasta Eleanor Rooselvelt pidieron infructuosamente por su vida.

“¿Cómo escribo una canción sobre un paria que viola a jóvenes mujeres?, ¿cuál sería el ángulo?”, le preguntó Len a Bob Dylan. “No lo sé Len, supongo que debes construirla lentamente y tal vez empezar con la sirena y las luces rojas…”.

 Joel Emmanuel Hägglund; músico y sindicalista. Conocido como Joe Hill.

Joel Emmanuel Hägglund; músico y sindicalista. Conocido como Joe Hill.

Bob Dylan tiene muchísimas ideas sobre canciones ajenas. Es un hombre que todo lo hace rápido: comer, hablar, pensar, caminar y cantar. Si quiere ser un compositor con algo que decir, tiene que ir más despacio.

Aún no encuentra la razón y las palabras para construir su poética; quiénes serán sus protagonistas es algo que desconoce. Los busca todas las mañanas en la hemeroteca de la Biblioteca de NY. Ahí lee periódicos de 1845 a 1865. Le interesa el uso que en esos tiempos se le daba al idioma; estudia el lenguaje y la retórica.

Lee muchos periódicos viejos: Chicago Tribune, Brooklyn Daily Times, el Pennsylvania Freeman y el Cincinnati Enquirer. El mundo antiguo era uno con mayor urgencia.

En las primeras notas sobre Lincoln (de 1850), da la impresión de que se trata de un bombástico exaltado un poco ridículo que no tendrá ningún futuro como político. La esclavitud era el mayor problema. Aunque también preocupaban el trabajo infantil, los enfrentamientos religiosos y las leyes en contra de las apuestas. Y sucedían absurdas tragedias nacionalistas: la policía de NY mata a 200 personas que afuera del MET reclamaron que hubiera actuado un inglés en vez de un estadounidense.

Y Bob Dylan siente que podría enlazar todas esas historias ―de épicas mujeres y heroicos hombres sin virtudes neoclásicas, que nunca están conformes y no tienen por qué ser necesariamente buenos― a manera de un mismo réquiem común para toda la humanidad. Un réquiem abstracto con cruces, muros y relojes en donde lata un alto grado de abstracción.

Pero para eso Bob Dylan aún es demasiado joven; guarda en su inconsciente todas esas ideas y palabras, las acumula unas encima de las otras como futuras marchas sombrías de una interminable canción fúnebre.

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“¿Y si Joe Hill no es la canción para mí?”, se pregunta Bob Dylan mientras sale de la casa de Ray y Chloe con un termo lleno de café. Todo el tiempo se pregunta ese tipo de cosas.

Las siete y media de la mañana. Bob Dylan lleva guantes y gabardina. Es un joven flaco y cachetón. Le hace bien el frío y la nieve. Y también toda esa gente rara que ha conocido a través de la niebla.

Si quiere escribir canciones necesita una identidad filosófica propia. Por eso no ha comenzado a escribirlas: necesita estar seguro de que no podrán ser destruidas.

A veces, inspirado por Balzac, se cuestiona si no está desperdiciando las señales del destino. Está, por ejemplo, el asunto del asesinato del martes pasado.

Bob Dylan se quedó de ver con su amigo Mark Spoelstra en un café descuidado y muy cómodo en Bleeker Street cuyo dueño se parecía a Rasputín y todos le decían “El alemán”: un hombre violento que ante los clientes había retado a golpes al propietario del local, un viejo judío chiquito con bigote negro, quien le exigía a gritos la renta. “El alemán” al parecer no había pagado desde hacía un año y el viejo lo esperó ese martes con un cuchillo. Lo apuñaló nueve veces.

Cuando Bob Dylan y Mike Spoelstra llegaron, vieron el cadáver de “El alemán” en la entrada del café con botas, la barba congelada, gabardina oscura y un peludo sombrero sobre la cabeza apoyada en la banqueta. La sangre sobre la nieve tejía una figura muy parecida a la tela de una araña. Y el viejo judío estaba sentado en el café, custodiado por un policía a cada lado y el rostro deforme, casi mutilado.

Cada vez que Bob Dylan recuerda el asesinato no siente inspiración, sino asco. “El alemán” y el viejo judío no son su canción. Eso para su voz está claro. Es su cabeza la que a veces lo desvía de sus instintivas claridades.

“¿Es Joe Hill, dios mío, en verdad es Joe Hill la canción que abrirá las puertas de mi poética?”, se pregunta Bob Dylan mientras aborda un camión que lo lleve al hospital Greystone, en New Jersey.

En el hospital Greystone, Bob Dylan visita a Woody Guthrie cada que puede. Woody es su ídolo y también su secreto. Lo visita a escondidas. Lleva una guitarra y le canta Tom Joad ―la canción que Woody escribió sobre la novela Las uvas de la ira de Steinbeck―, una y otra vez.

Woody lo escucha con atención y le encarga cigarros Raleigh que fuma a escondidas en su cama de sanatorio en donde está rodeado de locos.

Mientras Bob Dylan canta, un paciente se cae de rodillas, grita, se pone de pie y se vuelve a caer, y otro salta, se agita y corre en círculos frenéticamente en su intento de liberarse de las arañas invisibles que lo atacan.

Woody no se da cuenta de nada. Escucha la voz de Bob Dylan y sonríe. A veces le dice cosas entre irónicas y tiernas, como “tu sonido es interesante: parece que sale de tu nariz, no de tu boca”.

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