PIÉ CRÓNICO.

Un mexicano en Plaza Dignidad

 Foto: Susana Hidalgo / @su_hidalgo

Foto: Susana Hidalgo / @su_hidalgo

Por Víctor Miranda

f: Víctor Miranda Sekai

c: vicmirland1989@gmail.com

Llegué a Santiago en septiembre del 2019, como alguien que se encuentra en el lugar indicado y en el momento oportuno, sin saber qué trae el destino. Tenía la intención de cursar un diplomado en la Universidad de Chile y conocer el país. Viajé justo en ese mes porque quería presenciar las actividades que se realizaban en torno a la conmemoración del golpe de Estado. Pronto vi esas muestras en el Estadio Nacional y en algunos sitios que homenajeban de memoria, además de los testimonios de personas que fui conociendo. Mis días transcurrieron en tratar de adaptarme a la cotidianidad de un nuevo país, a tener la cordillera presente en todo momento a un costado de la ciudad; a las fiestas patrias que ya se asomaban, y que en semejanza con México, ocurren a mediados del noveno mes. Los festejos llenaban de patriotismo las calles y avenidas, con banderas hondeantes de cierto orgullo chileno, y al mismo tiempo, un descontento ante el Estado—sin embargo eso era para otro momento— el  ambiente intentaba ser más bien de fiesta por las democracias luchadas y conseguidas por su pueblo.

 

Viajé al norte por invitación de una amiga y su familia. Allá no había la misma intensidad que parecía ofrecer Santiago, pero igual estaba el motivo de la independencia, así que se celebró del modo en que acostumbraban. Caminamos por horas para encontrarnos en una fiesta que estaba deshabitada, no había mucha gente por ahí y nos caía la noche, hacía frío; por fortuna nos recogieron en auto y volvimos a casa. De regreso en la capital comencé a recorrer las calles, fui al centro, a la Moneda, a la Vega, a Plaza Italia, a los cerros, a la Alameda, a algunos parques y museos. Fui a la Universidad de Chile por motivo del diplomado. Todo era extraño, nuevo, emocionante. Se notaba mucho la migración, en especial de los haitianos. Conocí las ferias y los “cachureos”(que son esas cosas de segunda mano que se venden en los mercados ambulantes). Me explicaron que la ciudad estaba diseñada de forma neoliberal, donde había una división entre las personas privilegiadas y las demás que son empujadas a las periferias. Los proyectos urbanos se crearon con la intención que hubieran zonas dormitorios para las personas que tenían que desplazarse a la zona de mayor actividad económica. Escuchaba bastantes quejas en torno al gobierno, algo no muy distinto a México. Había cierto aire de resignación, de que las desigualdades e injusticias no tenían un horizonte alentador (cada mañana aparecían más medidas que molestaban a la ciudadanía). Así un buen día se les ocurre aumentar el precio del transporte público. Escucho que se organizan estudiantes para pasar al metro sin pagar a modo de protesta. Eso me parece normal, lo he visto tantas veces en México, que no le tomo importancia.

 Foto: Luis Alberto González Arenas / @luisinius

Foto: Luis Alberto González Arenas / @luisinius

Un día salgo a caminar y voy hacia el centro, en varias estaciones del metro veo a muchos carabineros—aún no me acostumbraba a decirles “pacos”: una forma muy común de nombrar a las personas que se llaman Francisco en México—, me parece extraño todo ese cuidado a las estaciones, pero igual no le presto atención, no entiendo aún cómo funcionan las cosas en Chile. Más tarde estoy en la universidad y converso con algunas personas que recién conocí, ahí comenzamos a escuchar rumores de que hay manifestaciones y represión en varios puntos. Es momento de incertidumbre. En mi cabeza no entra que se puedan poner así de violentos por impedir que “los cabros chicos” —como les llama la gente de edad avanzada a los jóvenes estudiantes— pasaran al metro sin pagar.  Comenzaban a decir “no son 30 pesos, son 30 años”. Desde ese momento, ya no sirvió que se cancelara esa subida de precio, se había encendido una mecha que no sabíamos hasta dónde iba a llegar.

 

Al día siguiente las manifestaciones comienzan a expandirse. La gente sale a las calles con sus cacerolas. Hasta el momento me había parecido que Santiago era una ciudad bastante tranquila, al menos en cuanto a los sonidos que se reproducían en las calles. Así que era mucho el contraste cuando veías, desde las esquinas y edificios a la gente golpeando los utensilios de sus cocinas. Ibas a plazas y estaban inundadas de gente expresando su descontento: cánticos que me sonaban a barras de fútbol. De pronto caos y toque de queda. Me mencionan en algún momento que “huele a barricada”—jamás había escuchado una referencia de ese tipo— pero ahora reconozco ese olor característico de las trincheras que ponen los estudiantes para defenderse de la represión de “los pacos”. Algunas personas me piden que no me quede en las calles, que respete el toque de queda, muestra de miedos de un pasado no tan remoto que en realidad se hacían muy presentes.

 Foto: Luis Alberto González Arenas / @luisinius

Foto: Luis Alberto González Arenas / @luisinius

Se queman estaciones del metro, buses y supermercados, la plaza Italia ahora se llama “Dignidad”. Se siente el olor de las lacrimógenas por muchas partes y se vuelve habitual preparar un pañuelo con alguna solución en una botella que alivie la irritación de los gases. Después de los primeros días de la efervescencia comienzan los deseos de organización. Se empiezan a reunir en varios sectores para plantearse qué se va a hacer. Las plazas permanecen en tomas constantes. Se muestra la fuerza de que algo está cambiando, que no se van a seguir tolerando abusos; ya no es solo Santiago, sino todo el país. La vida cotidiana se ve trastocada de forma profunda, y al ser recién llegado, no tuve la oportunidad de establecerme en una rutina que me permitiera conocer la vida normal de la ciudad, sin embargo la esperanza que aparecía en muchas personas, me contagiaba.

Había mucho temor, sobre todo de quienes habían vivido los tiempos de dictadura, eso también se contagiaba. Todo lo que había leído, lo que me habían contado, no era suficiente para entender lo que pasaba: ¿Cómo un extranjero podía participar de todo lo que ocurría? Solía pensar en esa gran patria que es América Latina, pero había que reconocer que esa era una idea romántica que no necesariamente estaba en la realidad. Mi forma de participar era desde la diferencia: acompañar el proceso que se vivía y aprender de los modos que surgían del quehacer cotidiano. En México había participado en asambleas y movimientos, pero en un escenario en el que yo no estaba del todo incluido, era difícil saber cuál podría ser mi espacio dentro de esa agitación.

Habían militares en las calles. Esa fuerza de represión que terminé reconociendo como “los pacos”, entes deshumanizados al punto de mutilar a las personas que ejercían su legítimo derecho de manifestarse. Dolía ver las escenas de personas que perdían los ojos, después de haber estado el día anterior en la primera línea, o las múltiples heridas que me mostraban chicas y chicos muy jóvenes en las asambleas.

Incendios y saqueos llenaban de caos y sospecha a la gente. Manipulación mediática que realmente ofendía a quienes protestaban y que a la vez mostraban los modos en quienes están coludidos con un sistema opresor. En medio de todo eso, lo más importante eran las personas que se reunían para crear organización, que se reconocían con sus iguales y podían plantear lo que necesitaban para mejorar sus vidas, y que intentaban no reproducir las mismas prácticas de siempre. ¡En eso estaba mi lugar!, poder reconocer que esos problemas más elementales tienen que ver con el modo en que nos relacionamos, son algo que hay que solucionar en todas partes y desde un sentido en común. No podemos seguir con un mundo en el que se privilegia el individualismo, por eso, cuando veía a los grupos articulándose, me llenaban de aprendizaje: tendían al colectivo. De pronto se mostró que no habían líderes,  se trataba de un descontento legítimo que tiene por objetivo defender lo más elemental, la vida. Ya sea recuperando el agua, los bosques, o las mismas ciudades, para que se vuelvan un lugar habitable al cual pertenecer.

Muchas veces escuché en Chile que las personas renegaban de lo que ocurría en el país, como si no tuvieran raíces y no les perteneciera ese territorio, y fue con el estallido social donde muchos enraizaron, encontraron un motivo para sentirse orgullosos que distaba mucho de las fiestas patrias que yo había visto un mes antes. La bandera chilena perdía protagonismo ante la del pueblo mapuche que simboliza rebeldía y dignidad. Máximas que el pueblo chileno busca. Esto lo veía yo como extranjero, al tiempo que compartía mi mirada si es que de algún modo podía ayudar en algo. Todo esto me trajo amistades y una comprensión más auténtica de lo que ocurría. Siempre sentí que no podía vivir del mismo modo el estallido—ya que para ello me habría hecho falta sentir en carne propia todas esas experiencias que de a poco llevaron al pueblo a las calles— pero tenía tanto deseo de pertenecer a ese proceso que se gestaba.

 Foto: Susana Hidalgo / @su_hidalgo

Foto: Susana Hidalgo / @su_hidalgo

Ahora que estoy de vuelta en México, a la distancia geográfica y temporal, puedo pensar todo ese fenómeno social de un nuevo modo. Las manifestaciones eran muy directas, se confrontaban con las fuerzas policíacas, ponían sus cuerpos-territorios por delante, y destruían esos símbolos que representaban un pasado doloroso en un plantar-cara-sin-miedo (de tener miedo ya estaban hartos). Mostraron su carácter directo y confrontacional que no permitiría que se siguieran sufriendo más vejaciones. Los pueblos originarios se hacían presentes, reconocían que la lucha por la justicia les era propia, que se tenían que hermanar porque el enemigo es uno y el mismo. Los migrantes mostraban su solidaridad desde una trinchera más silenciosa, por el temor de que su condición fuera más vulnerable que la de quienes tenían su accidental pasaporte chileno. Las mujeres, por sobretodos, mostraron que eran la cara más potente del movimiento, enfrentándose a una doble lucha: contra el Estado y al interior del propio movimiento. Como hombres nos toca escuchar y aprender a ocuparnos de nosotros mismos, al reconocer nuestras fallas, desde ahí admirar a las mujeres que se hicieron del principal cargo de construir organización.

El pueblo chileno se plantó con dignidad frente un Estado que poco entiende de ellos—eso no muy distinto al resto de América Latina— y se volvieron fuente de inspiración para los demás países que compartimos su lucha y entendemos que debemos de seguir, cada quien, desde nuestras trincheras, pero sin soltarnos, pues en realidad estamos hermanados por una misma condición humana.

Recién el pueblo chileno, ganó el apruebo a una nueva constitución de su país, una victoria que no pueden arrebatar los políticos, que pertenece a las personas que lucharon en las calles, a los jóvenes que nos inspiraron y que aún no pueden votar, pero marcaron el camino a seguir, incluso a pesar que muchos perdieron los ojos por los tiros sistemáticos de los carabineros con balines de cartucho. En las celebraciones en la “Plaza de la Dignidad” se demuestra de nuevo esa fuerza del pueblo organizado. Abren una ventana a la esperanza de las luchas por venir en el resto del Abya Yala, un triunfo que compartimos con alegría.

Recordamos con asombro, la digna gesta chilena del 18 octubre del 2019, que hasta ahora, va construyendo una historia más diversa, fresca e incluyente. Hasta que la dignidad se haga costumbre.

 Foto: Luis Alberto González Arenas / @luisinius

Foto: Luis Alberto González Arenas / @luisinius

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