Largo Aliento

O los fantasmas

Por Hugo Roca Joglar / @HugoRocaJoglar

Introducción

Llegó a las seis con mi abuela para tomar café.

“¿Qué escribes?”, pregunta y señala este cuaderno.

“Sobre ti”.

“¿Mi biografía?”, pregunta con una sonrisa coqueta.

“Una crónica sobre tus emociones e ideas”.

“¿En tu crónica salen mis padres, los chicos, las abuelas?”

“Todos salen, hasta sale Clío”.

“¿Y me haces quedar bien?”.

“Bien y mal”.

Mi abuela sonríe con picardía.

“Oye, pero no vayas a hacernos hablar como españoles a mí y a mis padres. Sería ridículo. Que en tu historia todos, incluso en Barcelona, salgamos hablando mexicano”.

“Muy bien. ¿Quieres pedir algo más para tu historia?”.

“No, pero ahora que llegue Luis hay que preguntarle si él está de acuerdo.

Y yo ya no me atrevo a decirle que Luis, su esposo, mi abuela, lleva 23 años muerto.

 

*

La carretera emociona a mi abuela como si fuera una niña que por primera vez se sube a un coche. Baja el vidrio y abre la boca. Se ríe de las raras sensaciones que el aire le provoca en la lengua. Su risa es un sonido corto y agudo. El aire es frío, aún nocturno.

Oculto detrás de lejanas montañas, el sol desprende las primeras claridades. Son de un rojo pálido, como sangre disuelta en agua. Huele a humo y a calabazas. Se meten al coche pedazos de niebla. Mi abuela cierra la ventana rápidamente, como si quisiera aprisionar las nubes.

O los fantasmas.

*

Mi abuela, de niña, soñó con cantar ópera. Tarareaba las arias de Violeta al ir y al regresar de la escuela. 1936. En su Barcelona natal había comenzado la guerra. Tenía 10 años cuando asesinaron a Lorca. Su mamá la sacó de la escuela. Dijo que no había dinero, pero la realidad era otra: no quería quedarse sola.

*

Mi abuela duerme con la boca abierta. A lo lejos, una vaca. Suena El concierto madrigal para dos guitarras y orquesta de Joaquín Rodrigo. Los labios de mi abuela dormida forman un beso. Debajo de la oreja le ha salido un lunar; grande, circular y oscuro: es un lunar feo. De su cabeza caída se desprenden relaciones extrañas: tras la base de la quijada han desaparecido la laringe y la tráquea; el cabello queda de cara al vidrio delantero: un rizado cabello que no termina por ser completamente blanco; aquí y allá hay restos de un pasado que ignoro: su antiguo cabello café claro.

*

Sobre Barcelona caían bombas. La casa de los Romero Balasch estaba atrás de la Sagrada Familia. María Rosa, la pequeña de tres hermanos (única mujer), veía los aviones desde la cama por la ventana de su cuarto y bajaba a la sala corriendo:

“Mamá, hoy sí nos matan”.

Y su mamá, Pepita Balasch, continuaba tejiendo en silencio alguna prenda —suéteres, pantuflas, calcetines, bufandas— que mantuviera caliente el cuerpo de sus hijos. Tejía sin ver lo que hacía con lentos movimientos precisos. Usaba colores claros: azules y verdes. Su esposo, José Romero, continuamente le insinuaba que tal vez para los chicos sería más conveniente usar tonalidades fuertes. Insinuaciones tímidas a las que Pepita no respondía. Ella tejía en silencio, con la mirada fija en la puerta de entrada, sin variar su elegido cromatismo que tendía hacia lo tenue.

A veces María Rosa, al verla impasible, agarraba los hombros de su madre y la agitaba por la espalda:

“Mamá, hoy sí nos matan”, insistía.

Entonces Pepita reposaba las herramientas y el tejido sobre el piso, se ponía de pie y abrazaba a su hija.

*

Al salir de las curvas hacia la derecha, surge, distante, el Tepozteco. Se ha aclarado la luz de la mañana. Luces grises, luces azules y luces blancas cuyas combinaciones y velocidades producen la sensación de agua.

Ahora han quedado a la izquierda las montañas. Vamos hacia ellas y, sin embargo, el acuático cromatismo las aleja. Una lejanía abstracta. La sensación física es de proximidad: piedras y árboles parecen cada vez más grandes, pero son vaporosos los colores que se colisionan en el cielo y adquieren una apariencia onírica todos los objetos que se miran a través de ellos.

Es el Tepozteco a nuestro lado, pero su existencia resulta ajena de una forma inquietante. Es como si estuviéramos soñando a la montaña.

*

María Rosa se habituó a las bombas. Las explosiones eran siempre lejanas; sucedían en distantes zonas de Barcelona que ella ignoraba. Tras el estruendo se levantaban torres de humo que a veces permanecían ahí flotando, altas y siniestras, durante varios minutos antes de desvanecerse. Esas torres de humo poblaban las pesadillas de María Rosa. Salvo por esos horribles sueños en los que siempre moría asfixiada, la guerra se volvió parte de su vida diaria. Una presencia normal, contra la que dejó de luchar.

*

Duerme mi abuela. Su sueño suena. Apago el Concierto madrigal y escucho a mi abuela soñar. Hay dos ruidos que provienen de ella: el de la nariz y el de la boca. Son ambas voces de viento relacionadas con la respiración; comparten un acompasado ritmo lento que nace de la vida. Comparten también la dinámica: tenue y suave, un molto piano que por momentos desciende a cuasi niente.

Los timbres, sin embargo, son diferentes. La nariz suena melódica y aguda, sus frases son largas y continuas; en cambio, el sonido de la boca es fragmentado y ronco, casi percutivo. Son sonidos que expresan distintas dimensiones oníricas.

Ya no quedan elementos sonoros objetivos. ¿Mi abuela sueña alguno de esos antiguos sueños suyos en donde ella era una niña en Barcelona que moría asfixiada al ser tragada por una torre de humo? ¿La nasalidad representa esa inocencia infantil y la presencia del terror está en ese sonido bucal? Es una interpretación absurda: el sonido de la boca es calmo y tranquilo, en él nada sucede que haga pensar en la muerte.

¿Qué sueña, entonces, mi abuela?

Tal vez nada. Tal vez deambula en una inconsciencia ausente, entre oníricos territorios vacíos. Tal vez duerme en un lugar secreto sin color, atmósfera ni historia.

Y de pronto me arrepiento. Regreso el sonido al concierto de Joaquín Rodrigo. Es descortés escuchar a mi abuela soñar. Resulta una curiosidad invasiva, pues busca descifrar un aspecto de su intimidad.

*

El 17 de enero de 1939 Pepita recibió la visita nocturna de Ricardo Roca Romero, su primo hermano. Eran las 11 y media; María Rosa debía estar dormida, pero le dolía la cabeza.

“Han mandado a Luis a la guerra”, dijo Ricardo con voz entrecortado, “la República ha reclutado a mi hijo esta mañana”.

Y por primera vez en su vida, María Rosa escuchó a su madre llorar.

*

“¿No era ciego?”, me parece que pregunta mi abuela.

Tiene los ojos cerrados. Habla dormida. Reacciona a estímulos oníricos. ¿Qué clase de personajes habitan el inconsciente de mi abuela? ¿Serán siniestros?,

¿los habré conocido?

En estos últimos días una idea me obsesiona: Yo represento sus sueños secretos. Soy todo lo que ella soñó en privado, oculta, con miedo y culpa. Ella quiso cantar ópera y yo escribo sobre música. Cantar ópera significaba entregarse al misterio de la música. Vivir una vida abstracta y dramática, regida por paisajes abiertos y construcciones inesperadas. Soñar con cantar ópera era su sueño de independencia y libertad. Escribir sobre música es la manera en la que yo vivo una vida laboral sin horarios fijos ni oficinas, es la manera en la que existo envuelto en el misterio de la música. Un misterio al que me acerco con palabras. Palabras que representan la suave voz fragmentada y afinada con la que mi abuela tarareaba en la Barcelona de 1936 las arias de Violeta. Y es a todo lo que llego. Mi pensamiento concluye ahí, en esta representación simple e inmediata del sueño secreto de mi abuela del que estoy hecho. Hay mucho más. Ideas más profundas y complejas. Otros panoramas de auténtica trascendencia. Ahí ya no llego. Es donde empieza toda esta oscuridad que me rodea.

*

María Rosa veía a Luis, su primo segundo, seis o siete veces al año. Se veían en reuniones familiares y hablaban poco. Él era cuatro años y medio mayor.

Coincidían en su amor por los perros. Luis tenía una beagle que María Rosa adoraba. Se llamaba Cosaca para inmortalizar con su nombre la fruición con la que lamió vino derramado a los dos días de haber sido adoptada.

A los 17 años, a principios de 1939, Luis era un espigado muchacho que usaba lentes y jugaba ajedrez con su padre Ricardo todos los viernes después de la merienda. Era bromista y parlanchín. Tenía la firme convicción de convertirse en contador.

Dos soldados tocaron en su casa y lo reclutaron. El Ejército Republicano se había quedado sin hombres y el deber de cualquier catalán es defender a su patria. Es lo único que dijeron. Se llevaron a Luis a la fuerza.

“¿Y qué si me niego a dárselos?”, preguntó Ricardo.

“Lo llevamos al monte y allí lo fusilamos”.

Antes de entregárselo a los soldados, Ricardo le puso a su hijo un escapulario en la mano. Y ese escapulario aparecía siempre que María Rosa imaginaba a Luis en la guerra.

“¿Qué imagen tenía?”, le preguntó María Rosa a su madre. “¿Qué dices, hija?”.

“Me dijiste que antes de entregárselo a los soldados, mi tío le ha puesto a mi primo en la mano un escapulario. ¿Qué imagen tenía ese escapulario?”.

“No lo sé, no me lo ha dicho”.

María Rosa decidió que el rostro de Montserrat sería la imagen del escapulario de su primo segundo, y así, acompañado por la cara doliente de una virgen negra que lo veía desde una inmensa pena, comenzó a imaginarse a Luis en la guerra.

Imaginarse a Luis en la guerra se convirtió en la obsesión de María Rosa.

María Rosa recordaba que la última vez que lo vio, Luis dijo que le había comenzado a salir barba. Lo dijo en la mesa tímido y orgulloso, con voz ronca e insegura. Y ese recuerdo hacía llorar a María Rosa. Llorar de rabia y de ternura. Llorar de amor y de impotencia. Llorar de indignación, terror y angustia.

Luis se ilusionó por ser dueño de su primer gran misterio. Que le saliera pelo en la cara, que él fuera el responsable de cortarlo, eran cosas que lo habían ilusionado. Su intimidad comenzaba a poblarse de secretos. Y él era dueño de eso: de su primer gran misterio. Y ahí, en esa hermosa inocencia, se lo había llevado la guerra. Tenía 17 años y lo habían obligado a ser soldado. A matar. A, en combate, morir asesinado.

Pero la muerte no estaba de manera presente en la imaginación de María Rosa. Su imaginación bélica era blanda y quieta. No imaginaba muertos ni gritos ni balas. La guerra en su imaginación era todo lo que sucedía cuando no había batallas.

Imaginaba los silencios y las miradas. Imaginaba a cinco adolescentes hacinados en raquíticas mantas. Imaginaba a Luis con el escapulario escondido bajo los calcetines. Y lo imaginaba limpiando cada noche sus botas e improvisando con navajas oxidadas y palos de madera para, a ciegas, de noche, poder, encogido dentro de una trinchera, rasurar lentamente su incipiente negra barba.

*

La voz de mi abuela es tan musical. Una música quieta a la que le estorban las palabras. Lo suyo es el sonido por sí mismo. Sonido puro, sin programa.

Traslada las líricas arias de Violeta a suaves mundos sonoros en donde ya no hay drama. Únicamente melodías tarareadas de una manera lenta y delicada. Y lo que para la historia de la ópera es el himno libertario de una moribunda mujer extraviada, en el canto de mi abuela se convierte en extraña música ingrávida, sin historia, casi incomprensible, casi muda, que parece sonar, balbuceante, primero en el aire, luego meterse por la boca de mi abuela, bajar hacia su intimidad y ahí perderse.

Privada música onírica de pálidos colores matinales.

*

Luis regresó de la guerra con los fragmentos de una historia que por inofensiva se intuía aterradora. Dijo que no había pan, pero sí grandes cacerolas de avena con agua tres veces al día. Que se hizo amigo de Santiago, un pelirrojo chaparro oriundo de Montjuïc, a lo alto de Barcelona, al lado de la montaña, y los unió su gusto por el ajedrez, que descubrieron cuando, al regresar de una infructuosa avanzada, se cruzaron con la caballería y Santiago señaló a un mallorquín negro y blandengue:

 “Si tuviese dos de esos en un tablero, acorralo al rey enemigo y termino con esto”.

Contó que no había relojes. Ni en las paredes de los cuarteles ni en las muñecas de los generales. Que tal vez habían pasado cinco o siete semanas desde que entró al conflicto cuando, de madrugada, en un páramo enlodado, lo capturaron los falangistas.

Luis llevaba dos días sin comer hacinado en una trinchera con otros tres soldados. Les habían ordenado quedarse ahí hasta nueva orden, pero ya habían pasado dos noches y no habían comido. Sospechaban que el general que debía rescatarlos había sido asesinado. Estaban paralizados por el miedo y el frío. Luis decidió, fusil al hombro, salir a buscar a un gato, dispararle y —ni modo, a pesar de la luz y el humo— asarlo. No había dado ni 50 pasos cuando sintió un cañón en su nuca y la voz gangosa de un muchacho:

“Ahora tiras por Franco o te fusilamos”.

Y para Luis no hubo diferencia al cambiar de bando. Quería regresar a su casa y jugar ajedrez con su papá. ¿A él las ideologías qué podían importarle?

*

El primer recuerdo que tengo de la voz de mi abuela me remite a un jardín.

 Tengo cuatro años: 1991. Estoy en un columpio frente al arenero. Ella me empuja. Veo el cielo y la arena. El cielo y la arena. Y ahí, desde el cadencioso vaivén, entre la efímera repetición de dos paisajes, recibo su música. Lo inmediato es que busco a un pájaro. Lo busco en el cielo y lo busco en la arena. No lo encuentro.

Debe estar cerca: aún escucho su canto. Es un canto agudo, dulce y blando. Debe de ser un pájaro pequeño. Entonces mi abuela, tal vez asustada ante la idea de que me ha empujado demasiado duro, toma con sus manos los barrotes del columpio, lo detiene y pega su pecho sobre mi nuca. Su pecho vibra en mi nuca.

La música se acerca. El vaivén regresa. Quien canta es mi abuela. Veo el cielo y la arena. El cielo y la arena. Que sea mi abuela quien como pájaro canta me sorprende hacia la belleza. Hacia la alegría. Hacia la sorpresa. Y me río. Ella canta a su manera secreta y yo me río. Me río sin voltear a verla.

El cielo, la arena, su canto y mi risa.

*

Luis no dijo mucho más. Que con los falangistas huyó dos semanas por las montañas catalanas hasta que le dieron un uniforme limpio, lo subieron a una camioneta que, adornada con banderas, entró triunfal en Barcelona. Que la camioneta volcó cerca de Las Ramblas y se golpeó en la cabeza. Que no era grave, pero estuvo en el hospital una semana. Que por eso había regresado hasta principios de junio.

Tras cuatro meses como soldado, eso fue lo que Luis contó sobre la guerra.

Y de pronto, de la noche a la mañana, una familia de tradición republicana debía ocultar públicamente su amor por la libertad. Y Ricardo Roca Romero quiso salir a la calle y a gritos negarse a someterse a un tirano.

“Marcha, que te asesinen”, Pepita Balasch, su prima, le cerró la puerta. “Si tu hijo hubiera regresado muerto, lo entiendo. Tu hijo está vivo, ¿de qué va a servirle ahora, que ha regresado de la guerra, un padre desaparecido?”

Luis parecía estar bien, pero nadie se atrevía a preguntarle. Su historia era demasiado simple, demasiado clara y demasiado buena. Lo aterrador latía en todo aquello que no decía.

“Es imposible, Pepita, que no haya visto la brutalidad”, insistía, en privado, Ricardo.

“¿Y vas a ser tú tan bestia de ir a preguntárselo?”

“¿Y si lo obligaron a matar? No podemos dejar que se guarde la  muerte”.

“Si Luis recuerda así la guerra, si así quiere narrarla, ¿qué derecho tenemos para remover de su corazón los recuerdos que decide callar e intenta olvidar?”

¿Qué escenas habitaban el espacio entre los fragmentos de guerra que Luis contó? La familia lo dejó en paz. Le dijeron que ahí estaban para escucharlo por si algún día deseaba contar algo más. Aunque nadie insistió. Nadie hizo preguntas. Nadie excepto María Rosa.

*

“¿No era ciego?”.

Mi abuela repite por tercera vez la pregunta, pero yo, ante su voz, aprendí a ir hacia el sonido. A veces permanezco sumergido en su musicalidad acuosa durante varios segundos y experimento vagas sensaciones etéreas, cercanas a la meditación, que me alejan del concreto significado de las palabras.

Se refiere a Joaquín Rodrigo.

“Sí, era ciego. Aunque nació viendo. Se quedó ciego a los dos o tres años”, le respondo a mi abuela mientras nos detenemos en la caseta de Tepoztlán.

“¿Quieres ir al baño?”, mi abuela niega con la cabeza. Son casi las siete. Quito el Concierto Madrigal.

Mi ánimo está muy lejos de esa nostalgia elegante, siempre solemne, siempre un poco traviesa, tan antigua y coqueta. Una coquetería de salón, de ingenio, de paciencia, de contención, de largas pausas, de distancia, de tres tiempos.

Joaquín Rodrigo siempre me ha hecho imaginar el pasado de mi abuela. Es desde su música que logro inventar convincentemente imágenes sobre la juventud de mi abuela. Cuando era una joven mujer de cabello café claro.

A Joaquín Rodrigo le ocultaron que su esposa había muerto. Victoria aún duerme en su cuarto, le decían cada mañana. Y Joaquín Rodrigo, de 97 años, no tenía ánimo para pelear. Para decirles que no fueran estúpidos, que su esposa estaba muerta, que lo sabía por la ausencia de su sonido.

Y de pronto, tengo una idea muy triste: cuando mi abuela muera voy a extrañar más su voz que su cara.

*

“¿Conservas la imagen de Montserrat?”, le preguntó María Rosa a Luis durante una comida.

“¿Qué me dices?”.

“Del escapulario que te dio tu padre…”.

Y Luis extrajo el escapulario de la bolsa de su chamarra.

“Mira”, le tendió Luis el escapulario a María Rosa y ella vio una imagen de la Virgen María.

María Rosa imaginó tantas veces a Luis protegido por la virgen negra de Montserrat que para su intimidad no podía ser de otra manera. Y que de pronto lo fuera, que de pronto la realidad contradijera todo eso que había hecho en privado —el rezar, el no dormir, el fantasear— para salvar la vida de su primo segundo, le resultó de una violencia intolerable. Y María Rosa, a pesar de sí misma, de saber lo absurdo y estúpido que resultaba, se sintió herida. Y actuó como si hubiera sido traicionada. Juró venganza. Quiso lastimar a Luis. Herirlo y humillarlo. Una vez decidida, actuó con calma. Durante una cena, María Rosa cruzó los brazos sobre la mesa e inclinó su cuerpo hacia delante. Se aseguró de que todos la escucharan.

“Y dime primo, ¿qué pasó con Santiago?” “¿Santiago?”.

“Sí, ese amigo tuyo que hiciste en la guerra con el que compartías la afición por el ajedrez”.

“Ah, está bien”.

 “¿Cómo lo sabes?”.

“Lo vi cuando entramos a Barcelona”.

“¿También lo capturaron los falangistas?”.

“Sí, también”.

“¡Vaya coincidencia!”. “Pues ya ves…”.

“Dices que vive en Montjuïc, ¿verdad?”.

“Sí, sí”.

“¿Y es muy pelirrojo?”.

“Sí, muy pelirrojo”.

“Y muy alto, ¿verdad?”.

 “Sí, muy alto”.

“¿No habías dicho que era chaparro?”.

“Por Dios María Rosa, ¡calla!”, intervino Pepita.

“Oh, mamá”, respondió María Rosa con su mejor cara de inocencia, “solo imaginé que sería buena idea que Luis invitara a su amigo Santiago algún día a alguna de nuestras comidas”.

Evidenciar la invención de Santiago fue la forma que escogió María Rosa para vengarse de Luis.

La venganza no le sirvió de nada, pues dentro de ella, la presencia de Luis, noche y día, la atormentaba.

*

“Quiero escuchar algo tuyo”, dice mi abuela.

Su aliento se queda impregnado en la ventana y yo comienzo a buscar mentalmente música que revele algo mío.

Las montañas de Tepoztlán han quedado atrás. Mi abuela las mira con desconfianza. Abre mucho los ojos. La intrigan sus formas inestables. No las reconoce. Enfrenta en silencio la falta de memoria. En silencio soporta el olvido y en silencio vive la angustia. En su silencio de olvido y angustia de pronto el tiempo se colisiona.

“Debo llegar a casa para cuidar a las abuelas e ir a Los Encantes”, dice mi abuela.

“No son ni las ocho, aún no abren Los Encantes”.

“Tengo que llegar y hacer las compras, que seguro los chicos han dejado el refrigerador vacío”, dice mi abuela.

“Estamos cerca. Ahora llegamos allá”.

Mis respuestas son ensayadas. Es lo que debo decir para no preocuparla. Para que su angustia no se convierta en desesperación. Para que de su silencio no brote el llanto. Así su cabeza queda durante un rato tranquila hasta el arribo de algún otro desquiciado panorama que le imponga la siniestra condena de creer posible una vida por siempre perdida.

Y esa vida de mi abuela por siempre perdida llena mi corazón de nostalgia. A los 31 años, soy un hombre roto que ha perdido la capacidad de asombro.

Vivo desde una tristeza inútil y suspendida. Que me inmoviliza y me encanta porque se siente tan poética. Soy la poética de la negación (negación a vivir la vida que afuera debe ser vivida). Soy la poética del egoísmo desproporcionado (vivo decepcionado de cualquier posibilidad que de mí no dependa).

He buscado ese tipo de sonidos durante estos últimos días. Le pongo a mi abuela “A Love Song (For Cubs)”, obra de Stars Of The Lid dividida en tres partes. Música sin acontecimientos en donde nada se mueve. Atmósferas tan cerradas en sí mismas que resultan asfixiantes. La melodía está partida en células que vagan por el espacio sonoro. Vagar es la palabra: son trayectos sin rumbo. Van y vienen en repetición obsesiva. Suenan unas encima de las otras, unas al lado de las otras. Se destruyen, se aparean y se distancian. Sus relaciones acontecen desde una dinámica decadente: tiende hacia la disolución y el abandono. No es posible el silencio. Lo que hay es confusión y quietud. Vanidad y apatía. El sonido reducido a la suavidad, a la nada y al vacío. Y de eso surge un nuevo parámetro: la respiración. No hay timbre, altura ni dinámica, sólo una respiración demasiado débil y demasiado lenta. Es la poesía de un moderno hombre roto de 31 años que, sin moverse, baila música muy triste que vaga, exhala y desaparece.

Yo, que no tengo voz, elijo esa música sin acontecimientos (evidentes) como mi perfecta canción de amor.

“¡Agarra bien el volante!”, mi abuela me regaña.

Tengo una mano afuera del coche y con la otra (derecha) sujeto el volante por abajo levemente con los dedos.

“¡Si chocamos te rompes ambos brazos en tres partes!”-

Yo sueño con una época remota y en mi sueño las acciones humanas resultan más definitivas y convincentes.

“Esta música duerme”, dice mi abuela.

Sueño con el hombre que pude haber sido si hubiera nacido en una época remota. Me rasuraría y peinaría cada mañana, y tomaría el volante firmemente con ambos brazos estirados.

*

“María Rosa querida,

Leí en una antigua novela francesa que el corazón no puede negarse a sí mismo a causa de una relación sanguínea inesperada, circunstancial y lejana …”.

Así comienza la carta de amor que Luis le escribió a María Rosa el último viernes de julio de 1941. Esa carta hizo que dentro de María Rosa los conflictos se aclararan. El odio repentino y el deseo de venganza se le revelaron como el torpe y balbuceante nacimiento de un estado nervioso absoluto e incontestable: el enamoramiento.

Eso era: amaba a su primo segundo. Por eso había estado tan violenta, cínica, cruel, irónica e irritable. Y una vez que se supo enamorada, a María Rosa la embargó la excitación y luego la culpa. La excitaba esa sensualidad que el amor había filtrado en su imaginación y la hacía sentir culpable haber encontrado el amor en su familia.

Se sentía tentada un instante y al instante siguiente se reprimía. Respondió varias veces la carta, pero nunca se atrevió a enviar su respuesta. Destruyó en el fuego esas cartas nunca enviadas que contenían sus confesiones íntimas, su tácita aceptación para abrir su corazón hacia la ilusión del amor.

Aunque conservó la carta de Luis, y esa carta terminó por abrir los caminos que determinarían su destino.

Pepita habló con su hija.

“María Rosa, ¿Luis te corteja?”. “¡Mamá!”.

“Oh, me lo habré imaginado, pero, por si llegara a ser verdad, quiero decirte que tu parentesco con él es lejano, que es buen chico, que su amor es honesto y que un romance entre ustedes no sería un escándalo.”.

“¡Has leído la carta!”.

Y María Rosa y Luis se hicieron novios. A veces entraban a las fiestas familiares tomados de las manos. Un noviazgo tímido, de besos furtivos, flores y convicciones matrimoniales.

Se casaron en diciembre de 1944 a las afueras de Barcelona en una ceremonia que tuvo que suspenderse a la mitad porque —acontecimiento inédito— comenzó a caer nieve. El padre los casó en una sala interior, con los invitados apretujados en torno a los novios.

Su luna de miel consistió en dormir juntos por primera vez en su nuevo departamento a un costado de Las Ramblas, muy cerca del mar, que Pepita y Ricardo les regalaron.

Esa noche, María Rosa le preguntó:

“¿Cuál novela francesa?, ¿qué ocurre en ella?”.

Y Luis la besó en la boca por toda respuesta.

*

“Te has equivocado de camino. Ya quedó atrás la salida a Cuernavaca”, dice mi abuela, “¿ahora qué hacemos?”.

“No”, le digo a mi abuela, “no vamos a Cuernavaca”.

“¿Entonces a dónde vamos?”.

“A la Ciudad de México”.

“Pero en Cuernavaca los chicos nos están esperando”.

“Acabo de hablar con mi papá y me dice que están en México”.

 “Ah, ¿entonces los chicos se fueron? No me dijeron nada”.

“¿Quieres escuchar música?”.

“Me da igual”.

*

Luis, recién casado, comenzó a trabajar en el negocio familiar: una editorial variopinta que imprimía desde monografías sobre tapires, usos, características y mitos en torno a las ortigas hasta literatura contemporánea, como las memorias de un cantante de punk catalán que se suicidó a los 29 años.

El puesto de Luis fue director de enlace trasatlántico; su trabajo consistía en coordinar los negocios con sus clientes en América, que se reducían a pocas escuelas y librerías repartidas en México y Argentina. Desde las siete de la mañana hasta las cinco de la tarde —con una hora de comida en medio— Luis escribía cartas y supervisaba el traslado de mercancías al puerto.

La vida de María Rosa se volvió activa y solitaria. Compraba cada mañana en el mercado Los Encantes la comida —como dictaba la tradición de las mujeres de su familia— y la cocinaba. Limpiaba pisos y ventanas. Hacía la cama, aspiraba alfombras, lavaba platos y ropas. Ordenaba las cosas y planchaba el traje y la camisa que su esposo usaría al siguiente día. De vez en cuando, si encontraba tiempo después de la comida, iba a visitar a su madre.

“Retoma los estudios, hazte de amigas”, le decía Pepita.

“No tengo tiempo, hay mucho que hacer en la casa”, respondía María Rosa.

 “No te aísles, ten cuidado”.

La cena era el momento de intimidad para Luis y María Rosa. Abrían vino y se sentaban, uno al lado del otro, en el sillón de la sala. Desde el sillón se veían las frondas de los árboles del camellón. Frondas tupidas de un verde azulado que por las noches olían dulces y frescas.

Hablaban sobre incidentes de trabajo y rumores vecinales; era así, a través de conversar en torno a los pequeños detalles sobre su vida diaria, que llenaban de significado su intimidad. Sobre sentimientos hablaban poco. No lo consideraban necesario. Su entendimiento profundo se daba en silencio. Su comunicación trascendente era de movimientos y miradas. Hablar sobre eso, sobre —por ejemplo— el triste anhelo ilusionado con el que María Rosa miraba a las madres primerizas cargar a sus bebés, hubiera resultado —para ambos— de una vulgaridad intolerable. Las emociones privadas no se verbalizaban; se trataba, entre ellos, de una regla inviolable.

Su vida sensual —la privada y la compartida— la experimentaban a través de la ópera. Iban seis veces al año. Siempre sábado por la noche. Se ataviaban con galas. María Rosa se ponía alguno de sus tres vestidos de noche (azul, rojo y negro; los tres escotados en la espalda y le caían por debajo de las rodillas). Luis usaba el único esmoquin que tenía, el que usó el día de su boda: gris de corte inglés.

Compraban boletos céntricos en el primer piso y llevaban unos pequeños binoculares que María Rosa utilizaba para analizar la manera en que, entre sonidos, las sopranos respiraban. El sonido de una soprano, por penetrante y acrobático, era su máxima fascinación musical. Su ópera favorita era La Traviata, y Luis, aunque menos propenso hacia la exaltación verdiana, coincidía con María Rosa en que el éxito o fracaso de una ópera radicaba en una única cosa: qué tan memorables resultaban las líneas de canto. Por memorables se referían a pegajosas: que pudieran recordarse y ser tarareadas. Cualquier música no articulada en torno a la melodía la consideraban repulsiva.

Las dos veces en que la Compañía de Ópera de Cataluña programó algo ajeno al romanticismo decimonónico —El ascenso del libertino de Stravinski y Lulú de Alban Berg (con la orquestación de Friedrich Cerha en el inconcluso tercer acto)— se salieron del teatro, auténticamente indignados, antes del intermedio.

La Segunda Guerra Mundial estaba en su apogeo y Luis, por las noches, le contaba a María Rosa lo que escuchaba en el trabajo: que Franco le había vendido a los nazis la lealtad de España.

“La Guerra Civil y ahora esto”, decía María Rosa entre lágrimas, “es un demonio y va a hacer que nos maten a todos”.

*

“Debo llegar a casa para cuidar a las abuelas e ir a Los Encantes”, dice mi abuela.

 “No son ni las ocho, aún no abren Los Encantes”.

“Tengo que llegar y hacer las compras, que seguro los chicos han dejado el refrigerador vacío”, dice mi abuela.

“Estamos cerca. Ahora llegamos allá”.

Y mi abuela mira por la ventana sin responder nada.

Mi abuela se quedó viuda cuando yo tenía 11 años. Vendió la casa en la calle de Fresas donde vivió 30 años con su esposo y compró un departamento mucho más chico en la colonia General Anaya, atrás de la Alberca Olímpica, donde, 20 años después, aún vive.

Es ahí a donde ahora la llevo: a su casa de General Anaya, en donde la esperan dos cuidadoras que se turnan para velar por ella las 24 horas porque así, delirante, no puede vivir sola. Por las tardes le entra la certeza de que esa no es su casa, de que se ha perdido, de que está encerrada quién sabe dónde con una desconocida y que debe salir y manejar hasta Cuernavaca o hasta Barcelona, en donde los chicos la aguardan.

Los chicos son sus hijos: mi papá y mi tío Jose. La casa en Cuernavaca la tuvieron mis abuelos durante los cincuentas, sesentas e inicio de los setentas. Una casa con jardines y una alberca. Mi papá pasó ahí los fines de semana de su infancia y fue vendida en 1970 cuando —adolescentes— los chicos comenzaron a utilizarla para fiestas.

Cuando yo nací, la casa de Cuernavaca llevaba 16 años vendida. La conocí a través de viejas fotografías. Pero a veces mi abuela me confunde con mi papá y, como ahora, me pregunta:

“¿Recuerdas cuando tu abuelo les quitó la reja de la alberca?”, los ojos de mi abuela brillan alegres y traviesos, “¿recuerdas qué felices estaban?”.

“Sí, ¡nos empujó al agua con todo y ropa!”.

“Esa era la idea. Lo estuvo planeando durante varios días. Me decía: María Rosa, un día voy a empujar a los chicos a la alberca y si saben salir, les quito la reja”.

“Y supimos salir”.

 “Y quitamos la reja”.

“Y estábamos tan felices”.

“¡No podían creerlo! Me preguntabas: ¿en verdad, mamá, van a quitarnos la reja?

 “Es que la reja para nosotros fue una presencia siniestra”.

Avanzamos hacia la Ciudad de México. Son las siete y veinte de la mañana. Pronto estaremos en Tres Marías.

“Pero piensa que eran niños; tú tendrías 8 y Jose 10. Y había tardes en las que tu abuelo y yo nos íbamos y ustedes se quedaban solos con las abuelas. Si se hubieran caído, ellas eran mayores y no los hubieran podido sacar”.

“Hizo bien mi abuelo en empujarnos con todo y ropa a la alberca…”.

“Esa era la idea. Lo estuvo planeando durante varios días. Me decía: María Rosa un día voy a empujar a los chicos a la alberca y si saben salir, les quito la reja”.

Mi abuela a veces cree que soy su hijo. Y yo he aprendido a dejar que lo crea.

“Y supimos salir”.

“Y quitamos la reja”.

“Y estábamos tan felices”.

“¡No podían creerlo! Me preguntabas: ¿en verdad, mamá, van a quitarnos la reja?,

¿en verdad podremos a cualquier hora ir a nadar”.

*

Los meses pasaron y, ante la evidencia de que España, en la Guerra, se mantenía —por lo menos hacia afuera— en una postura neutra, las opiniones de María Rosa con respecto a Franco cambiaron:

“Quién sabe qué habrá pactado con Hitler, pero algo es claro: acordó con él que la guerra no toque España. Y eso, hay que reconocerlo, después de nuestra Guerra Civil, es de una encomiable prudencia”.

Luis y María Rosas vivieron años inciertos —1943, 1944 y 1945—, en los que no se atrevían a planear cosas. Ilusionarse sobre el futuro, a mitad de una guerra mundial, se les hacía peligroso y estúpido.

En 1946 la guerra había terminado y los enlaces trasatlánticos se convirtieron en el 78% de las ganancias para la editorial familiar. 8/10 de ese porcentaje correspondían a México (el resto se repartía entre Perú, Colombia y Argentina).

“¿Por qué no abrimos una sucursal mexicana?”, propuso Ricardo en 1946, “Luis, hijo, ¿estarías dispuesto a mudarte a América?”.

Y la idea tomó forma a través de un intenso intercambio epistolar que sostuvo con Pepe Lois —cliente catalán que representaba a las escuelas lasallistas en México—, quien se dedicó a buscar un local para abrir la oficina (que encontró en la calle de Holbein, esquina Circuito Interior) de la futura sede mexicana de la editorial.

“Es una locura”, decía María Rosa, “¿cómo vamos a viajar por el Atlántico?, ¿y si aún hay barcos alemanes?”.

“María Rosa, la guerra ya terminó”.

“Yo no me fío”.

Pero Luis estaba decidido. Cuando todo estuvo listo, cuando la oficina mexicana de la editorial familiar era un hecho y había comenzado a buscar los boletos para acometer el viaje trasatlántico, María Rosa descubrió, durante una visita rutinaria al médico, que estaba embarazada.

“Creo que vamos a tener que esperarnos”, dijo María Rosa, y parió en Barcelona a su primer hijo el 13 de enero de 1948. Lo bautizó Jose.

*

“¿Has ido a nadar?”.

“No, está haciendo mucho frío”, dice mi abuela, “pero la semana pasada me parece que fui a nadar un par de días”.

Mi abuela se convirtió en asidua nadadora en 1991, cuando se cayó de un columpio en el Asturiano conmigo encima y se lastimó la espalda. Tenía 65. El médico le recomendó agua. Comenzó a nadar mil metros mixtos de martes a sábado por la mañana. Mantuvo esa costumbre durante 25 años, hasta que —el 9 de febrero de 2016— se cayó, a los 89, en las regaderas del Asturiano y se rompió la cadera.

La fractura le desencadenó demencia.

Y mi abuela lleva dos años loca. Dos años en los que vive en épocas remotas. Dos años en los que vive encerrada en su casa con cuidadoras a su lado las 24 horas. Dos años en los que ya no nada. Pero el recuerdo de haber nadado la pone contenta.

“¿Sigues nadando un kilómetro diario?”.

“Excepto domingos y lunes”, dice mi abuela, “y tampoco en época de vacaciones porque los niños se meten a la alberca desde la mañana y se mean y estorban los carriles”.

Mi abuela solía ser mujer de agua; nadar era la manera en que accedía a su vida secreta. En la posible geometría del mundo acuático mi abuela vivía una vida oculta. Ella, al nadar, accedía a su existencia profunda y plena. Lo que la gente de fe busca al rezar, mi abuela lo encontraba en el agua. Dentro del agua su corazón se liberaba.

Abuelita, ¿en qué piensas cuando nadas?, le preguntaba.

Cuando nado no pienso, me decía, nunca pienso cuando nado.

Una tarde, mi abuela —a mi lado en la cafetería del Asturiano desde donde veíamos nadar a mi hermano— se puso de pie y salió corriendo hacia el pasillo. Se saltó una reja y siguió corriendo hasta la orilla de la alberca, en donde mi hermano estaba tirado y dos hombres hincados a su lado le preguntaban algo. Mi hermano lloraba. Tenía 5 años. Los dos hombres subieron a mi hermano a la silla de ruedas. Los alcancé en el pasillo. Mi hermano seguía llorando. Mi abuela le acariciaba el cabello con una mano.

El doctor lo recostó en una plancha de metal y palpó su espinilla izquierda.

No tiene nada, le dijo el doctor a mi abuela.

¿Como no va a tener nada si no puede apoyar?

No tiene nada, insistió el doctor, que se tome este alka-seltzer para que se le asienten los nervios, y le señaló a mi abuela el camino hacia la puerta.

Era un hombre viejo y chaparro, rechoncho, de pequeños lentes de gruesos vidrios rectangulares; voz ronca, mirada esquiva, modales solemnes.

Mi abuela cargó a mi hermano y salió del consultorio.

No guta, dijo mi hermano cuando estuvo afuera del consultorio y sacó la lengua con la pastilla efervescente.

Escúpelo, le dijo mi abuela.

*

María Rosa, Luis y Jose, su hijo de un año, llegaron a la Ciudad de México el 3 de septiembre de 1949 tras un viaje de seis meses y medio a bordo del trasatlántico “Acuarela”.

Gracias a las gestiones de Pepe Lois, se instalaron en el 101 de la calle Correggio, en la sureña colonia Cd de los Deportes, frente a la Plaza Orozco, a un costado de la Monumental Plaza de Toros.

Pepe Lois dejó Barcelona al lado de su padre viudo a los 16 años, en 1936, y en la Ciudad de México pusieron una papelería en el Centro que llamaron “Progreso”.

En 1940 murió el padre y Pepe Lois, recién cumplidos los 20, se hizo cargo del negocio con dedicación y talento. Recorría las escuelas de la capital y les vendía materiales y cuadernos. Se convirtió en el principal proveedor de los lasallistas y construyó una auténtica amistad con el asturiano Justo Ceñal, director de la Universidad La Salle.

Hacia 1944, por invitación de Ceñal, Pepe Lois ꟷquien un año antes se había casado con una hija de catalanes de nombre Anitaꟷ se convirtió en director de logística de las escuelas lasallistas en la capital y conseguir libros de texto de alta calidad era una parte principal de sus labores. Así fue como Pepe Lois dio con la editorial familiar de Luis y ambos comenzaron su entrañable relación epistolar.

Los intereses comunes (ajedrez, libros, pocas palabras…) que hacían entrañables las cartas entre Luis y Pepe Lois en México se convirtieron en cariño y amistad.

Además, sus esposas rápidamente se hicieron cercanas.

Anita Lois le dijo a María Rosa que no se le ocurriera inscribirse al Orfeo Catalán, que era un club hermético y académico, hecho para viejos. Que con un hijo pequeño el mejor club de españoles en México era el Asturiano, pues sus instalaciones eran al aire libre e incluían jardines, árboles, fuentes y albercas.

*

Estamos en Tres Marías. Pongo la Novena sinfonía de Beethoven. El Tercer movimiento.

“Debo llegar a casa para cuidar a las abuelas e ir a Los Encantes”, dice mi abuela.

 “No son ni las ocho, aún no abren Los Encantes”.

“Tengo que llegar y hacer las compras, que seguro los chicos han dejado el refrigerador vacío”, dice mi abuela.

“Estamos cerca. Ahora llegamos allá. ¿En estos días has ido a nadar?”

 “Sí, me parece que fui ayer”

“¿Sigues nadando un kilómetro diario?”

“En promedio; a veces más, a veces menos”.

 “¿En qué piensas cuando nadas?”.

“¿En qué pienso?”, dice mi abuela, “vaya pregunta; pues en nada: cuando nado no pienso”.

“¿Recuerdas cuando mi hermano era niño y se rompió la pierna nadando?”

 “Me lo cargué en la cadera y lo llevé al hospital”.

“Pero antes el doctor del Asturiano dijo que no tenía nada y le dio un alka-seltzer”.

“Qué imbécil. No guta, me dijo tu hermano cuando estuvo afuera del consultorio y le dije: ¡escúpelo! Me lo cargué en la cadera y lo llevé al hospital. La pobre cría no podía ni apoyar. Ya me hubiera gustado darle yo una cachetada al imbécil doctor ese”.

*

De la época en que María Rosa y Anita Lois se conocieron sobrevive una fotografía en la que aparecen juntas (tomada en la antesala de la casa de Correggio).

La imagen —en blanco y negro— las muestra sentadas una al lado de la otra en sillas bajas con asientos abombados forrados de terciopelo rojo. Entre las sillas, sobre una mesita redonda de madera oscura, las dos mujeres unen sus manos derechas.

La mano de Anita —de pequeña palma delgada con largos y suaves dedos rectos— recibe la de María Rosa —gruesa de chuecos dedo—, quien, sin mover las rodillas (que apuntan hacia la cámara) dobla el torso hacia la izquierda de tal manera que su brazo derecho cruza, en diagonal, a la altura de su pecho hasta la mesa. Siluetas de venitas hinchadas se marcan tenuemente en los dedos de Anita, que, entrelazados a los de María Rosa, parecen capturar la mano ajena: La mano delicada somete a la mano burda.

Si se extrajera como imagen única, esta escena de manos femeninas sería agresiva. De ella podrían leerse animadversión y violencia que la imaginación —partiendo de que son manos jóvenes libres de anillos— utilizaría para construir la historia de dos rivales.

Pero las manos, en la fotografía de Anita y María Rosa, son intrascendentes. El foco está en los rostros. María Rosa y Anita se ven fijamente a los ojos. Sonríen. Sus sonrisas las vemos de perfil y, por lo tanto. resultan incompletas. Así, a través de un acercamiento fragmentario, esas sonrisas partidas expresan emociones distintas: la de María Rosa ternura; respeto la de Anita. Ternura y respeto que se revelan vagos, ambiguos e increados.

La imposibilidad de descifrar el significado verdadero de la imagen —lo que ocurre en el frontal intercambio de miradas— hace que la fotografía sea algo más cercano a un enigma que a un recuerdo.

Al ver la fecha escrita en la parte de atrás de la fotografía —3 de enero de 1950, con pesada letra manuscrita en tinta negra que quiero atribuir a mi abuelo Luis—, descubro otro misterio, uno más grande: aún no lo sabía, pero en ese momento María Rosa estaba embarazada de su segundo hijo: mi padre.

*

Mi abuela comienza a tararear el segundo tema del tercer movimiento de la Sinfonía núm. 9 de Beethoven. Distorsiona su espíritu nostálgico. Lo alegra. Acelera. Omite la siniestra pausa tras las dos primeras notas. Esas dos primeras notas representan la eterna afirmación sensual beethoveniana, que en la particular atmósfera de este tema es una afirmación hacia la tristeza. Hacia la incertidumbre. Hacia la duda. Y al ligar las notas, al tararearlas continuas, al romper la desdichada afirmación, ya no hay nostalgia y esa melodía profundamente triste se vuelve alegre, casi festiva, en el sonido de mi abuela.

“Tu interpretación es demasiado entusiasta”, le digo.

Mi abuela deja de tararear. Observa por la ventana del coche árboles que se convierten en postes, postes que se convierten en vacas, vacas que se convierten en tomas de agua, tomas de agua que se convierten en montes, montes que se convierten en perros, perros que se convierten en otros coches, otros coches que se convierten en árboles.

“¿Qué puedes decirme de esta música?”, me pregunta mi abuela.

“La escribió un hombre sordo”.

“¿No me digas?”, mi abuela me voltea a ver con una sonrisa sardónica, “¿te crees que soy estúpida?”.

“Es música atravesada por ilusiones y tragedias”.

“¿La escribió ya viejo?”.

“No, aunque sí poco antes de su muerte, entre 1817 y 1823. La escribió a finales de sus 40 y principios de sus 50”.

“¿Y qué podía ilusionar a Beethoven entonces?, ¿una mujer?”.

 “No. La custodia de su sobrino.”.

“Beethoven fue un niño infeliz, ¿verdad?”.

“Su padre le impuso el piano a golpes y él quiso ser un buen padre para su sobrino”.

“¿Lo consiguió?”.

“No, pero Beethoven lo intentó con todo su corazón. Vivió con su sobrino. Ganó su custodia en la corte. Le dio libros y por las tardes caminaban juntos a las afueras de Viena hasta un lago. Una noche, el sobrino se escapó con una pistola y, a lo alto de una montaña, se disparó en la cabeza. La bala le quemó el cuero cabelludo y bajó con la cabeza ensangrentada hasta una estación policíaca en Viena en donde afirmó que su tío lo tenía secuestrado y se intentó suicidar para poder escapar”.

“¿Y todo esto sucedió mientras escribía la Novena?”.

“Sí”.

“¿Y qué crees que signifique?”, pregunta mi abuela, “la ilusión está clara: guiar a su sobrino hacia su felicidad. ¿Cuál sería la tragedia?”.

“Creo que la tragedia es haber repetido una historia que con toda su alma quiso cambiar. Él se sintió aterrorizado por su padre y cuando él se hizo cargo de su sobrino quiso hacer lo contrario: convertirse en una figura amorosa para el niño y, sin embargo, para el sobrino, Beethoven terminó siendo una presencia repulsiva, terrorífica”:

Atravesamos la frontera en donde termina Morelos y comienza la Ciudad de México. Mi abuela no ve el letrero. Sonríe.

“Me has puesto a un compositor ciego y a un compositor sordo”, dice, “¿ahora tienes a un compositor mudo?”.

“No conozco compositores mudos”, digo”, “aunque está Xenakis, a quien un misil le destrozó parte de la cara”.

“No sé quién es ese señor”.

“¿Has hablado con José?”, le pregunto a mi abuela.

“¿Con quién?”.

“¡Con tu hijo mayor!”.

“Ah, con Jose”, dice mi abuela y cambia de lugar el acento a pronunciar el nombre, “no, aunque me parece que me llamó hace un par de semanas y está bien, ya sabes: en Querétaro, con su programa de radio”.

Llegamos a la caseta. Mi abuela se pone nerviosa.

“Debo llegar a casa para cuidar a las abuelas e ir a Los Encantes”, dice mi abuela.

“Aún no abren Los Encantes”.

“Tengo que llegar y hacer las compras, que seguro los chicos han dejado el refrigerador vacío”, dice mi abuela.

“Ahora llegamos”.

“Apúrate a dejarme en casa para que pueda ir a Los Encantes”.

“Muy bien, ahora llegamos”, le digo a mi abuela. “¿En estos días has ido a nadar?”

 “No, hace tiempo que no voy. En estos días ha hecho frío”.

“¿Sigues nadando un kilómetro diario?”

“En promedio; a veces más, a veces menos”.

Callejeo detrás de la Alberca Olímpica y me estaciono frente a los edificios de departamentos de Agustín Gutiérrez 27. Marta, la cuidadora diurna de mi abuela, camina hacia el coche. Abre la puerta y ayuda a mi abuela a bajar. Me bajo también.

“¿Cómo ha estado su abuela?”.

“Bien. En general tranquila”, le digo a Marta, “nos vemos el viernes”, me despido de mi abuela.

“¿Te espero para comer?”.

“No, llego como a las seis para tomar café”.

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